Participación de las víctimas en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ¿Verdadera participación?
Synopsis
A dos años del Acuerdo Colón (24 de noviembre de 2016), la incertidumbre y las esperanzas afloran en materia de implementación del Acuerdo suscrito entre el gobierno colombiano y el exgrupo guerrillero FARC. No es para menos, la lectura de vaso medio lleno o medio vacío no se hace esperar. Más de cuatro complejos años de negociación para la construcción de un documento histórico, leído de forma positiva por la Comunidad Internacional y los expertos en terminación de conflictos en el mundo, pero seriamente cuestionado en el marco interno por aquellos que aún veían en la guerra una opción para Colombia. Entre otras consecuencias, fruto de la firma del Acuerdo, hoy podemos destacar: el fin de la guerra, la entrega de armas, el cierre de la “fábrica de víctimas”, la construcción de proyectos de vida de los viejos excombatientes, la reconstrucción de territorios y las esperanzas de millones de víctimas y de colombianos en la creación de las condiciones del “nunca jamás”. Y aunque han surgido muchas limitaciones a la hora de implementar la tamaña empresa de la paz, el solo Acuerdo y el fin de la guerra ya son un triunfo. Un triunfo que aún huele a pólvora, lágrimas y abandono del Estado y de una sociedad que se enamora gradualmente de la paz. Es evidente que la consolidación de este proceso y el cumplimiento de lo pactado apenas avanza en un país que construye de forma lenta una nueva historia política desligada de la violencia y las armas. Qué difícil vernos sin armas, sin guerra, sin conflicto armado. De la noche a la mañana desnudos, “sin fierros”, sin enemigos eternos, sin “terroristas”, sin emboscadas, sin muertos, sin motivos para continuar matándonos. El Acuerdo Colón, aunque seriamente intervenido a partir del triunfo del “No” en las urnas, constituye además de una gran hoja de ruta, un modelo a seguir en materia de transición. Es un documento único, es un proceso histórico, es una de las mejores noticias del siglo XXI para Colombia, la historia le dará su digno lugar. Es el reflejo de una exguerrilla cuyo origen campesino y liberal cifró en la tierra y el campo parte de sus originales reivindicaciones, lastimosamente afectadas por el mundo del narcotráfico en los años 80 y la pauperización de sus ideales políticos. También el Acuerdo es el fiel ejemplo de la intervención de las víctimas en la construcción de una nueva historia. Es un documento escrito a mil manos, millones de espíritus, millones de esperanzas. Así, leer el Acuerdo de Paz es observar la historia de Colombia y de su conflicto armado con esta antiquísima guerrilla: tierra, reforma rural integral, participación política, sustitución de cultivos ilícitos y justicia transicional. Otro será el panorama del Acuerdo que se deberá suscribir con la guerrilla del ELN. Este es el Acuerdo con las FARC y lo mínimo que pueden hacer tanto el Estado como la sociedad y los actores es cumplirlo. Pero esto no hubiese sido posible sin un contexto internacional y nacional en clave de víctimas, sin la participación de los que padecieron la guerra durante décadas, sin instituciones dispuestas a darlo todo por la reconciliación, sin lógicas de transición y de construcción dialógica de otra historia. Odio, venganza y retribución no fueron precisamente los pilares de esta negociación, pero tampoco las lógicas de perdón y olvido, amnistía e indulto. El leitmotiv de “aquí no pasó nada” tampoco fue el centro de esta negociación. El escenario jurídico, social y político estaba dado para construir un documento u hoja de ruta en clave de transición, víctimas, derechos humanos, derecho internacional de los derechos humanos, derecho internacional humanitario y lógicas de transición modernas. Por primera vez víctimas y victimarios (muchos de ellos también víctimas de la guerra) construyen un documento de acuerdo en torno a lo fundamental: justicia, verdad, reparación y no repetición. Un documento complejo que refleja el nivel de seriedad de la negociación, pero la búsqueda de salidas efectivas de las causas que originaron el conflicto y el dolor en Colombia. Más o menos justicia, más verdad, más reparación y reconstrucción del tejido social. ¿Cómo construir una justicia en medio del odio y la venganza? ¿Cómo depurar el espíritu y ver el futuro entre víctimas y victimarios? Cada punto de la negociación se hizo de manera lenta, concertada y participativa. Cada vez que lograban acuerdos, el país político celebraba los grandes avances. Poco a poco vamos conociendo un documento tan complejo para el cierre de la guerra en Colombia. Leerlo y releerlo, la gran tarea. Tierras: la gran deuda por resolver. Miles de campesinos y desplazados atentos del desarrollo de uno de los componentes del Acuerdo que ofrece mayor resistencia en un país de grandes latifundios e inequidad. La guerra se utilizó para despojar a millones de campesinos de la tierra: guerrilla, Estado y paraestado, cómplices de tamaño despropósito histórico. Este punto del Acuerdo le cuesta a la clase política tradicional y a aquella que se benefició con el desplazamiento y el despojo, la misma que hoy titubea o se niega a avanzar con el cumplimiento completo de este punto de la agenda. La participación política, otro gran esfuerzo plasmado en el Acuerdo, no es para menos, de las armas a la política. Algunos frutos dulces, otros amargos se han cosechado con este punto de la agenda: un estatuto de la oposición; la creación del partido político de las FARC, con pocas posibilidades de consolidación; un informe de misión electoral que no fue desarrollado y quedó para archivos académicos e históricos; el ingreso de miembros de las FARC al Congreso, altamente positivo, y el hundimiento de las circunscripciones electorales para las víctimas y los desplazados. Un punto dedicado a crear las garantías para el no retorno de las condiciones que dieron lugar a la muerte de miles de colombianos del otrora partido político UP, la democratización de la sociedad y el respeto de opciones de izquierda surgidas a partir de procesos de desmovilización y entrega de armas. En todo caso, una sociedad poco preparada para el cambio, una clase política poco dispuesta a ceder, un grupo guerrillero que ingresa soberbio, pero que poco a poco reconoce el largo camino de la reconciliación. Y cómo no entender el esfuerzo que realiza el documento para tratar el tema del narcotráfico y la sustitución de cultivos ilícitos, también de lenta y preocupante implementación en un país que, como todos los de la región, está infestado de coca y de economía ilegal. Una opción de sobrevivencia de millones de campesinos abandonados por el Estado. Pero sin duda uno de los puntos trascendentales del Acuerdo lo constituye el de la justicia transicional o la justicia del fin de la guerra. Ningún punto del Acuerdo fue fácil, ninguno, pero el de la justicia fue más que complejo y significativo. Como lo señalaba César Rodríguez: hay dos extremos para terminar un conflicto: o con impunidad total, perdonando a todos los actores involucrados en una guerra (Sudáfrica), o castigando a las miles de personas que intervinieron en él. El caso colombiano constituye un punto intermedio. No puede haber amnistía para todos, porque esto sería imposible desde el punto de vista de la justicia internacional y de las víctimas, pero tampoco habrá prisión para todos. En definitiva, estamos ante una justicia en clave de víctimas como claramente lo explica Andrés Fandiño en este juicioso trabajo en el cual se da un panorama transversal sobre todo lo que comprende el proceso transicional colombiano: principios, sanciones, justicia restaurativa, retributiva, social, formal e informal, justicia territorial, Comisión de la Verdad, Tribunal Especial para la Paz, antecedentes y retos. Sin embargo, aunque el clamor de paz es presente y apremiante, la implementación de esta justicia transicional no durará menos de veinte años. Por ahora, o al menos es lo que evidencian estos dos años trascurridos a partir de la firma del Acuerdo Final, boicot y permanente deslegitimación han sido la constante. Aun así, la búsqueda de la verdad histórica por medio de formas no adversariales ni retributivas es uno de los componentes sui generis de este proceso. La negociación con las FARC tocó elementos relevantes del Estado de derecho: reincorporación social, justicia, verdad y reparación; tierras, mujeres, inclusión, género y diversidad. Ya veremos si podremos estar al nivel de estos retos históricos que nos impone la nueva transición. Pues a pesar de que el cese de hostilidades con las FARC es un hecho, sin desconocer sus dificultades, “fin del conflicto” no es lo mismo que “ausencia de guerra” o lo que kantianamente se conoce como “estado de paz”; la violencia se manifiesta de muchas formas: simbólicas, culturales, institucionales… y estas aún están a flor de piel en Colombia. Es decir, mientras Gobierno y FARC suscribieron un Acuerdo que, entre otras, tuvo como consecuencia el fin del conflicto; ahora, en cambio, entre todos los actores directos e indirectos de esta guerra se deben construir e implementar las garantías básicas de la reconciliación. Solo así será posible que Colombia sane sus heridas morales y pueda repensar un nuevo proyecto de nación en el cual lo único radical sea la democracia; esto es, la deliberación como mecanismo de construcción de mínimos de justicia. Finalmente, y siguiendo la máxima de que en la transición hacia la paz deben participar todos los sectores, destaco este aporte hecho desde la academia que, así como el derecho, también debe fungir como “categoría de integración social”. Por todo esto, celebro la obra de Andrés Fandiño: hombre dedicado al estudio del tema del conflicto en Colombia y a la reivindicación de los derechos de las víctimas. Andrés, luego de dos años del Acuerdo Colón, nos llena de esperanza y fuerza, a pesar de las vicisitudes de la implementación en su fase inicial y de las dificultades que le depara la construcción del posconflicto a Colombia. Bienvenida esta obra al mundo político y jurídico. ¡Por las víctimas!